Así de "grande" era entonces 1953
Y ese tiempo es el que reflejo en este escrito.
EL *MICHINAL-1
Entre los tesoros de mi infancia
me quedo con la memoria y tengo,
guardada en ella,
historias vividas o contadas que,
con el tiempo,
no se distinguen las unas de las otras,
gracias a Dios, a veces, porque así
todo parece de cuento.
Mi infancia fue muy rica,
dentro de la pobreza material,
y una vez nacido en Cuenca,
como ya sabéis, por otro relato anterior,
mis primeros años,
y desde que empecé a tener conciencia,
transcurrieron a unos ochenta kilómetros de la capital
yendo para Teruel.
Todo pinares y espliego,
resina y miel blanca de romero y oscura, de encina.
El nombre es lo de menos y también me permitirá
mayor libertad y despertará la curiosidad
por descubrir el lugar, que es tan real
como lo podamos ser nosotros.
Hace unos días estuve allí.
Quería ver, lo que tenía en la memoria,
con los ojos de la cara.
Fue un bonito encuentro, aunque
con casi todas las ausencias humanas
y materiales propias del paso de los años:
amigos fallecidos, el olmo de la plaza,
el remozado y nueva función de la que fuera
mi primer hogar.
Hubo un tiempo en el que yo no estaba
y lo que sé es por lo que he podido oír.
Luego nací y cuando tenía diecinueve meses,
nació mi primer hermano, tantas veces
me han repetido lo que nos llevamos,
que, como para olvidarlo.
No es que pueda contarlo todo,
de corrido, desde entonces,
pero desde el fatídico día en que nació,
incluso varios meses antes, cuando mi madre
supo que estaba embarazada,
llegó un primer trauma al cambiarme
la teta, por la tetina y
la leche de mi madre; por
el maldito Pelargón.
Todavía recuerdo el olor agrio,
aunque pueda parecer mentira.
Bueno, pues un día lo dejó mi madre a mi cargo.
Él gateaba entonces y yo
no habría cumplido los dos años.
Los detalles de cómo cayó rodando por las escaleras,
mentiría si digo que los recuerdo.
Los hechos, las voces que me dieron, los azotes
y el ejemplar castigo, lo recuerdo
como si fuera hoy mismo, esta mañana.
Después de recoger a mi hermano en el escalón que estuviera,
que puede que llegara al rellano; yo qué sé.
Lo puso en el moisés, que era como un cesto de mimbre,
Mi madre o lo que quedaba de ella,
sofocada y colorada; fuera de si,
me gritó con palabras que todavía
no tenía en mi vocabulario y
después de zarandearme, que casi me descuaderna,
me dio unos azotes que me dolieron
hasta en la nunca.
Tal es así, que en este momento
me empieza a resudar la frente
y eso que han pasado, cincuenta y siete años
y tres meses.
empero no fue todo. No.
No era suficiente dar por hecho
que había sido un acto premeditado y
con intenciones criminales,
incluso llegué a odiarme durante años porque
con ese síndrome de Estocolmo tan temprano,
lo asumí todo a pie juntillas. De hecho,
no creo que me habría ido peor
de haber muerto mi hermano,
como consecuencia de la caída, si exceptuamos,
la pena capital, que estaba en España
todavía vigente en el cincuenta y tres. (sigue)
El delito debía tener, además, un castigo ejemplar,
aunque por mi parte ya había quedado todo claro
y no creí que hubiera más…
¡Pues lo hubo!
Me cogió en volandas, como una posesa,
la recuerdo con falda de paño pardillo
y con finos cuadros blancos al bies, a modo de rombos
y una camisa camisera, de mangas largas y hombros de farol,
botones forrados tipo guisante aplastado,
abrochados hasta el cuello, de solapa redondeada.
Todo eso vi en los dieciocho escalones del tramo de escalera que bajaba a la calle. Pero
no íbamos a la calle.
Giró a la derecha y
abrió la puerta del *michinal,
donde se guardaban las patatas tardías para el año,
y allí me sentó sin cuidado alguno, sobre las mismas
y cerró la puerta, como si nunca más se fuera a poder abrir.
Las patatas por aquella época del año tenían "los hijos"
ya para ir a la mili,
tan crecidos que algunos parecían un ejercito de espárragos,
en posición de rindan armas, hacia la celosía de la puerta,
que estaba en su parte superior y era
la única luz mortecina que nos difuminaba.
Yo estaba llorando desconsoladamente, esto textual,
pero en silencio.
Sólo grité en los azotazos, después
sólo lloraba a lágrima viva.
Con los ojos anegados y la penumbra reinante
experimenté la cámara oscura y cómo algunas imágenes borrosas
aparecían invertidas en la pared de la derecha
justo en el pequeño recuadro luminoso donde incidía la luz
que entraba por la celosía.
Lloraba amargamente y con las manos
llenas de la tierra de las patatas,
no me atrevía a enjugar la lágrimas con mis dedos
y sólo alcanzaba a quitármela junto con los copiosos mocos,
con la manga derecha y con el dorso de la mano izquierda.
El tiempo pasaba húmedo y terroso,
no es como cuando llueve y huele a tierra mojada,
era como cuando hacías un hoyo con las mano
y te olías las uñas.
De la desesperación y el llanto
fui pasando al sollozo,
a la lágrima silenciosa y caliente
hasta llegar a la tristeza.
Una tristeza que nunca sabré contar
y por ello desisto de intentarlo.
Era una tristeza no exenta de rabia y de impotencia
pero en aquella penumbra se me trajo la simiente de la sabiduría,
una carga muy pesada a cualquier edad, aunque yo, poco a poco,
la fui apreciando como un valioso don.
"No tengo a nadie" - pensé –
y después de una larga pausa y varios hondos suspiros,
me dije mirando a mi estómago y con la barbilla apoyada en mi pechete:
"Desde este momento, seré mi padre y mi madre"
Y dejé de llorar.
Tardé muchos años en recuperar el llanto,
Ahora, gracias a Dios, lloro con naturalidad si viene al caso.
Fijaos qué curioso, ya no recuerdo más.
No sé el tiempo que pasaría allí sentado
sobre las patatas, con aquellos tallos altos y blancos como espárragos;
No sé ni quien ni cuándo abrió la puerta;
Ni si me cogieron en brazos o si subí yo solo las escaleras,
andando de una en una echando el pie derecho y apoyado en la pared
retrancándome en el izquierdo, como un pirata patapalo...
Todo fue distinto desde ese momento.
El *michinal, de debajo de la escalera,
hizo las veces de crisálida y fue mi universidad de la vida
en la que cursé el master sobre:
"El corazón de la gente; la metamorfosis permanente"
© GatoFénix
Zafrilla (Cuenca) en invierno.
justo ahí, hace muchos años: mi casa, entonces.
Cuando la palabra es bálsamo. Mechinal 2
Tus palabras
son bálsamo
de mi cuerpo,
como si fueran manos
cubiertas por la seda de tus dedos.
Lejos de los
gritos...
y del recuerdo de aquel eco.
Aquel,
de mi primera infancia
que
todavía al recordarlo
me deja inerme,
sentado en las patatas,
recluido,
en el cuarto oscuro bajo la
escalera.
En la puerta, recuerdo,
a mi izquierda sobre mi cabeza,
una pequeña celosía de madera,
que con el paso del tiempo,
de coladero de penumbra a temblorosas polillas
y en mariposas blancas se venía,
pasando por puñado de luciérnagas.
Por eso
la fruta de tu voz,
me nutre donde el alma,
donde nace la brisa
de la primera mañana;
como cuando enfría tu cara
el llanto de la risa
y te abrazan con mucho amor.
© GatoFénix
Cuando la
palabra es bálsamo. (Epílogo)
Salí de
corcho de aquel tullidero.
El que siempre se nos presenta
con distinto aspecto, ya sabes.
Con el culo dormido y
sin piernas reconocibles.
Me arrastraban de la mano,
quiero creer que mi madre, arrepentida,
pero me iba vacío
porque
parte de mi,
permaneció allí.
Casi hasta ahora, fíjate lector amigo,
que salgo por mi pie,
al fin
reconstruido.
© GatoFénix