En los oscuros inviernos
de noches interminables
por los años cincuenta
España era un roto de hambre;
enferma de escasez y tristeza
por las sombras que nos compartían
junto a un tizón,
a la luz de un candil o un carburo.
Allí junto al olor a tabaco negro,
el humo del pino verde
y a la humanidad acre,
del sudor seco de todo el día;
la casa olía un poco a campo
y a tierra nevada
que lo desprendía la ropa.
Oíamos que cuando hacía viento
bajaba la bruja del Castellar
y entraba por la chimenea.
Por eso,
había que poner las tenazas abiertas.
Y así estaban,
guardándonos a todos.
Nacíamos un poco viejos,
y la risa tantas veces era
una mueca sin dientes
en la cara de un loco
superviviente.
Mi padre apuntaba un relato
sin mucho detalle sobre el baile.
Parece que en la casa del tío Mahoma
algunas noches de fiesta
los mozos bailaban y bebían
vino tinto de aquellos pellejos,
al son que tocaba el violín,
con una cuerda sólo,
del tío Ántibus.
Recordé el local referido
porque alguna vez fui
a comprar vino
con mi padre.
Aquel suelo medio esponjoso,
sin embaldosar,
suave, negro y pegajoso
como una bota de vino casi vacía.
Olía como a ensalada pocha;
con una columna en el centro,
cabrían cuatro carros,
las portadas de la calle a la derecha
tal como entramos bajando
las escaleras de su casa,
y a la izquierda una ventana
más bien pequeña.
Era un almacén multiusos.
Allí se juntaban
los mozos y las mozas
y decían que a veces,
bajaban los maquis de la sierra.
Pasó un ángel,
porque se hizo un silencio sobrecogedor.
Mi madre sabía que mi padre
alguna noche se aventuró a ir.
Hubo enfado y reproches.
Mi madre tan religiosa
y a la par celosa...
se la llevaban los demonios
con estos pecaminosos encuentros
en aquel averno.
Aunque también noté
que le daba miedo...
Todo quedó en agua de borrajas
con las risas.
Parece ser que siempre,
algún gracioso, apagaba el candíl,
en medio del baile,
y aquello hacía reír a todos
hasta llorar y yo, con cuatro años,
pues no veía que fuera para tanto.
Eran noches sin televisión,
incluso sin la radio,
que un poco tiempo después
llegó a nuestra casa, y fue otro disgusto.
Mi madre dijo: Este hombre está loco.
Y yo mirándome los zapatos
que hacían que se me encarnaran las uñas,
pensé que de razón llevaba un rato
pero seguí callado escuchando todo.
© GatoFénix