Aquel uno de
diciembre...(I)
Hoy tengo la sensación
de haber redimido el día.
Porque, un 1 de diciembre, como hoy (cuando lo escribí),
salí de mañana en moto...
y volví, milagrosamente a casa.
Era novato y salía, por entonces,
con otros moteros para foguearme.
Ellos, pensaba yo, me harían compañía,
en esas rutas solitarias por carreteras,
de segunda, llenas de sorpresas tempraneras.
Era aquella de las primeras vueltas
en mi moto recién comprada a un colega,
y que luego iría dando sorpresas.
Todo por fiarme, como siempre
La moto, una R100RS de BMW, gris metalizado.
"La de los pucheros" para los amigos,
preciosa como ella sola, en su fealdad.
Como una mujer madura, cargada de pecho
y estrecha de atrás; entre serpiente y camaleón.
Me gustaba sobre todo el cintillo a mano, rojo y
blanco,
de su armonioso depósito entre mis piernas.
Fueron ochocientas mil pesetas, ahorradas una a una,
que me dieron “un algo sin precio” que me hubiera
perdido
de no adquirirla y no sabría nada de este mundo
fascinante.
Yo, con pantalón Bieffe de cuero casi rodillero,
hay que ver cuando uno empieza la de probaturas
hasta atinar y salir de ser “globero”, y la chupa, una
cazadora
de cuero negra con dos líneas amarillas desde las
hombreras
por todo el tríceps abajo hasta la muñeca pasando por
el codo.
Ya ni me acordaba y ahora me estoy sonriendo al verla.
También, de segunda mano. El dueño había engordado,
yo entonces gastaba una M tirando a L como un figurín.
No sé si tengo alguna foto y si la tuviera el pudor
no me dejaría subirla....Furigam era la marca de ella
y llevaba a la espalda un felino tipo jaguar muy
oportuno
y en el pecho otro clon pequeñito en un circulo.
Total, treintaisiete mil del ala, que ya era una
pasta.
El "yelmo" de aqueste caballero era un BMW
System II
que hizo su función como Dios manda.
La mañana de niebla alta y frío meón me envolvía
junto a mi tristeza cuando salí de casa obligándome.
Estaba efectivamente en horas bajas, tan triste
que casi no estaba en mi y ... como aturdido.
Pareciera que los planetas de mi carta
se hubieran confabulado contra mi
o tal vez, me preparasen una prueba.
Empecé la ruta sin ilusión, no diría que con miedo,
pero sí como apercibido y con recochura; diría
que como cuando llevas el hato pegado al cuerpo
como si cargases con un jergón de paja y envuelto
en una manta de mula con olor a polvo seco
caballeriza y heno tibios.
Más que una salida era un escaparse, como una huida
capada;
una carrera corta de cabra montaraz atada a estaca
que la encabrita al límite de la cuerda y la tumba
acencerrada.
Ellos empezaron a tirar, como era su costumbre,
porque era su ruta habitual desde hacía años y yo
casi me la encontraba de nuevas.
Yo iba el último, casi a su paso.
Me fueron pasando retozando y yo amarrado a aquel
fierro
iba rebotando y saliendo como podía de cada situación.
La carretera, que nunca me gustó, era estrecha, de
firme variado
y alternando zonas rectas con zonas de curvas entre
arreates, majanos,
pedrizas, olivares, majuelos, carrascales y campos de
liego.
La mañana olía dulce como a humo de encina o de
sarmientos verdes.
Se llegó a la Ossa y de allí tomaron la de El Bonillo.
El paisaje era más abierto y más de monte bajo.
De ahí se gira a Viveros para llegar, en la carretera
Albacete Jaén,
a El Jardín que era donde almorzaban.
El tramo estaba en obras, había trozos de nuevo
asfalto rugoso
y tramos sin hacer y otros tan recién hechos
que conservaban
la grava en las lindes con la tierra y los matojos.
Justo por ahí y en esas circunstancia se presenta una
curva a izquierdas
y yo a más de lo que podía controlar, y en décimas de
segundo
antes de tumbar y resbalar en la grava decidí
levantar la moto, clavar los hierros mientras hubiera
asfalto y
luego más lento, salir por la tangente de la curva.
Me puse de pie en los estribos y bajaba bien
el terraplén,
porque había un terraplén de un par de metros de
talud,
pedregoso con hierbas de invierno y el suelo mojado,
hasta el final que se paró en seco abocicada en una
acequia.
Salí por las orejas llevándome con el pecho el
carenado
llegando a enderezar un par de tubos del calibre de mi dedo medio.
Volé unos metros y daría alguna vuelta de esas que
hacen los acróbatas,
que ya serían cinco metros, al menos, hasta que tomé
tierra,
con no sé qué parte del cuerpo incluyendo mi cabeza y
quedando
postrado, hecho un reguño hacia la izquierda,
justo al lado de un pedrusco del tamaño de una silla
baja de anea
sin respaldo. © GatoFénix (1a parte)
El hecho es que se clavó la rueda al final del terraplén
en una reguera o riachuelo;
volcó hacia la izquierda y yo salí despedido
hacia adelante rompiendo con el pecho en mi
trayectoria
la cúpula del carenado.
Volé unos metros, tal vez cinco.
No sé con qué aterricé.
Recuerdo el olor y el tacto del suelo.
Sigue siendo blando, gredoso , gris y resbaladizo.
Miré al cielo.
Por un instante distinguí una luz intensa y difusa.
El cielo se hizo nácar y no sentí nada.
Tampoco sé cuánto tiempo después;
Instantes, segundos, minutos…no sé
enfoqué el circulo donde se ocultaba el Sol
tras una espesa capa de tul blanco satén
que antes fuera niebla y que hasta sudario
hubiera podido ser aquella mañana.
Me incorporé.
A mi izquierda, como a medio metro,
la piedra cuadrangular que dije.
Era un pódium vacío, de uno sólo
el vencedor caído a su vera
era una paradoja fangosa.
La sensación es que estaba entero.
La pantalla manchada de barro,
arriba a la izquierda.
El frontal había impactado en el suelo
de tal forma, que la bisagra de las gafas
habían golpeado el centro de mi ojo izquierdo.
Luego apareció un hematoma como una lenteja
pero veía bien.
Entonces llegaron mis compañeros.
Me ayudaron a levantar la moto,
roto el carenado y enfangada,
y también a subirla a la carretera.
La palanca de cambios estaba partida por la mitad.
Arrancamos, engranada la segunda con la mano
Y así hasta ciento cincuenta kilómetros
hasta mi casa, sin poder cambiar de marcha.
Gracias a Dios, sólo hubo daños materiales:
Un carenado nuevo; la maneta izquierda,
la palanca de cambio
y el depósito de gasolina abollado.
Personalmente, sólo fui al oculista.
Dijo que había habido suerte,
que no había daños y que se absorbería
el hematoma..
Al día siguiente de aquello era lunes.
Fui a dar clase como de costumbre, aunque,
casi no podía respirar.
Tenía el pecho como el peto de un romano.
Y hasta hace unos años, al apretar mi esternón,
Sonaba un clic como de que algo
andaba suelto en las costillas flotantes.
Aquel dolor en el pecho
Me duró un mes; la tristeza, años
Y el recuerdo, hasta hoy tal como os digo.
Aprendí muchas cosas ese día.
Y creo que desde entonces me quiero más
tal como soy o como he venido a ser poco a poco.
Me agradezco, cada día, haber tenido el valor de
levantarme
y seguir adelante como un juguete roto
sobre otro juguete roto.
Desde entonces, somos la moto y yo una alianza.
Cómplices ambos en la tarea de navegar
el tiempo y el mundo.
Hasta que Dios quiera.
© GatoFénix