Ha
pasado tanto tiempo que parece que han desaparecido hasta los nombres de
los recuerdos.
Quedan las cosas con sus imágenes nítidas pero me fallan los
nombres.
El objeto lo veo claro como
el primer día que tomó posesión en su mesita
sobre un pañito de color crudo ribeteado de encaje o ganchillo, con su
geometría hipnótica de tablero de ajedrez; lleno, vacío.
Como un cajón enorme de
madera vainilla y lacas en negro. Los dos cantos
laterales redondeados; al frente, unas tablitas doradas que encuadraban dos
espacios bien diferentes: a la izquierda, una tela de rejilla tejida en
El lado de nuestra
izquierda mostraba una superficie textil con relieve y
dos tonos que se obtenían por el artificio de
fino, muy suave al tacto de mis manos de niño que adivinaban tras de aquel
telón una oquedad circular como si de una plato de loza hondo se tratara.
Luego supe que aquello era un altavoz de dimensiones considerables por el
que salía toda la magia de la música y la palabra.
Bajo el cristal curvado,
aquella esfera contenía: en todo el centro, las
agujas color marfil a todas horas enfrentadas. Giraba aquel ingenio,
sobrevolando rasante unos enormes números donde estaban las emisoras,
obediente al efecto de un botón de baquelita negra del tamaño y forma de
algún grifo de cocina.
Más abajo, tenía otra
agujita de color rojo que viajaba misteriosamente por
una carretera en arco, el Radarik (fascinante nombre) que afinaba las
frecuencias, accionado por el único botón , central, más pequeño y de
cilíndrica forma, con la superficie rayada para facilitar su manejo y para
que no resbalara, porque andaba un poco duro ya de nuevo. Veíase su efecto
en un ojo mágico (que así se llamaba) de color verde que cuando estaba
centrada la emisora su aspecto era como el ojo de un gato a la luz del sol y
cuando la frecuencia llegaba débil temblaba, y se extendía y se replegaba
sin sosiego, como el ojo de un gato a la luz inquieta de un candil. Entonces
mi padre, que en paz descanse, intentaba con el Radarik centrar y afinar, a
golpe de botón con incierto beneficio.
Sobre la peana y bajo los
cuadros el juego de botones: uno para cambiar de
onda, otro para el volumen, otro para graves y agudos que junto al primero
descrito completaban dos pares más el central en perfecto equilibrio.
En todo el pueblo de
Zafrilla no existía otro aparato de radio, ni mejor ni
peor, que no había otro y allí en el comedor de nuestra casa se juntaban los
hombres a trasnochar algunas noches de aquellos inviernos; y fumaban y
liaban y fumaban escuchando lo que fuera que yo desde mi dormitorio solo
percibía el olor del tabaco y la voz de mi padre entresacada de las otras
que no me decían nada. Así dormía bastantes noches, con algún sobresalto
cuando en un clarear de las ondas sobre todo el barullo se oía: "Aquí
Radio
Intercontinental: ¡Madrí!"
Sin embargo la marca se me
desdibuja; aunque podría jurar que es un Inter.
© GatoFénix