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26 septiembre 2022

251 - El cuchillo de hierro: Pen-Drive Centenario.

 




Como este cuchillo



"Te cuento este "Relato",
como salido de la memoria de un trozo de metal,
que residió siempre en el cajón de la mesita de la cocina".
 Por aquellos días recuerdo claramente el dolor de muelas que me llevaban al llanto las más de las veces. Mi madre, solícita, me socorría con medio Optalidón.
El sabor amargo, inolvidable. Ese sabor cuando la maniobra de tragar aquel  remedio, no funcionaba a la primera.

La boca se anegaba de una saliva gorda y amarga que incitaba al vómito. Una vez mastiqué una almendra que creía dulce y era amarga. La misma sensación me producía. También recuerdo que tras finalizar el  proceso me sacudía el cuerpo un repentino escalofrío y una sensación de adormecimiento en la lengua. Lo dicho; tal como con la almendra.

Parecía muy potente aquella media gragea. Era "valiente", rojo guinda, de corazón blanco y difícil de partir. Cada vez que aquello era menester; observaba el ritual, que oficiaba mi madre, mientras hipeaba y con los ojos turbios. 

Como el torero se acerca al burladero a coger la espada al llegar la suerte de matar al toro, así ella se dirigía al cajón de los cubiertos, lo abría y empuñaba el cuchillo de cortar.

Era un cuchillo de hierro (por entonces lo creía de una pieza) hoja y mango de color negro. La hoja fina más corta que el puño y con punta redonda; el puño pesado y frío con forma de tirador de cisterna antigua pero aplastado. Parecía una de esas pompas de jabón creciendo con nuestro soplo a través del aro, antes de explotar y saltar a nuestra cara una chispita de agua fría. Se sentía como el choque de un insecto cuando iba en bici. Un cuchillo corriente pero único entre sus compañeros de cajón. Era como el misterioso garbanzo negro que aparecía en mi niñez en los "cociditos de la reina" - así los llamaba mi padre. Ahora ya no sé el tiempo que hace...Cuándo fue la última vez que apareció un garbanzo negro en mi plato de cocido.

En absoluto era un vulgar cuchillo. Si golpeabas con habilidad, cogido con dos dedos, sobre una encimera de piedra, sonaba como un diapasón. Debías apoyarlo sobre el dedo índice y apoyar levemente la yema del pulgar como buscando un imposible equilibrio. Mientras lo hacia repetidas veces: tintineaba. Y venía a la memoria,  aunque sin imágenes reales, toda la infancia de mi madre en Motilla del Palancar (Cuenca) Aquel cuchillo, pesado para un niño, frío al empuñarlo, muy frío, te dejaba la mano como ajena, pero al poco tomaba el calor y parecía que hubiera crecido en la palma de la mano y al dejarlo y retomarlo luego lo sentías propio. Esas cosas no quedan en la memoria, están en la palma de la mano y las encuentras cuando pasas el pulgar de tu otra mano por el hueco cuando las unes suavemente sobre le vientre.

Era un cuchillo inútil. Siempre lo conocí viejo aunque hasta ahora no me he preguntado si alguna vez no lo fue. En los sesenta era viejo y no alcanzaba su lustre ni su forma para salir a la mesa... ni a carne ni a pescado. Al postre…ya no recuerdo si alguna vez peló fruta, y por cierto tengo, que cortaba muy bien esa punta negra de los plátanos que nos ayudaba a desnudarlos luego.  Pero, claro, esto era más tarea de cocina en mesita de hule a la hora de merienda que, de comedor, porque al pobre no se le daba bien ni pelar las patatas para la tortilla. 

Era un símbolo aquel cuchillo. Un objeto que llevaba en su cuerpo toda la carga triste y pesada de la historia de España. La historia de España, de mi madre, que me contaba muchas veces lo poquito que contaba. Mi abuelo y su padre se manifestaba en sus charlas en el Casino con sus amigos como republicano de izquierdas. Poco amigo de curas y de creencias. Él era un comerciante de azafrán que desarrollaba sus operaciones mercantiles en Cataluña. Gran viajero y personaje adelantado a su tiempo. Tenía un socio y fue propietario de un Ford T. Era una época feliz en su casa donde nunca se pasó hambre. Todo aquello, la guerra lo cambiaría drásticamente.

Su madre y todos los tíos y los abuelos, por la otra parte, eran "de misa diaria". Un tío cura, una monja, un Guardia Civil, un maestro de escuela, y así hasta once vidas diferentes según se iban marcando las circunstancias. Dos mundos opuestos cuando no  incompatibles.

Mi madre, me contaba, que mientras oía los motores de la aviación, al principio de un bando y después del otro, ella merendaba pan con aceite y un tomate con sal en el patio de su casa. Parece que en el puño de ese cuchillo hubiera quedado todo el miedo de una adolescente, huérfana desde un fatídico carnaval en su infancia y de una pulmonía que se llevó a su madre, mi abuela Amparo, cuando ella apenas estaba aprendiendo a decir "mamá". No había penicilina. En dos semanas pasó de la infancia a la madurez.
Habrían pasado treinta y cinco años de aquello. Ese cuchillo todavía estaba de luto, desde entonces, y fue uno de los utensilios de su precaria dote.

Mi abuelo se volvió a casar. Las hermanas, que nacieron de la siguiente mujer de su padre, fueron su ocupación. Ellas fueron sus muñecas y, atenderlas, su juego y obligación, cuando volvía del colegio o de la iglesia. 

Se dedicó a estudiar todo lo que pudo hasta hacer el Examen de Estado para después terminar Magisterio. Estuvo viviendo en casa de sus tíos en Cuenca. 

Toda esta información se encontraba en este cuchillo, como un antecesor del Pen-Drive y bastaba empuñarlo para que se viniera encima la Edad de Hierro de mi familia materna.

© GatoFénix










Parece que interesa.

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